DESAYUNAR CON MANUEL VICENT
Juan V. Fernández de la Gala
Para muchos de sus lectores, Manuel Vicent ha quedado indisolublemente unido a los placeres del fin de semana. Su columna en el diario El País nos detiene el tiempo un momento y abre un espacio de evocación descreída y feliz, mientras desplegamos la prensa ante el paisaje lento del desayuno de los sábados. Uno la lee ─la cucharilla girando hipnótica en el mar revuelto del café con leche─ con la seguridad de que será tan nutritiva como las tostadas que se estarán enfriando inevitablemente en el plato.
Deben ser las suyas columnas corintias, digo yo, por las ideas emboscadas tras las hojas de acanto, por el fino torneado de las metáforas; que son columnas griegas es seguro, por el sabor a mar que las inunda, por el blanco de cal y la sombra amable de la parra que crece entre líneas. Son columnas memorables siempre, que justifican con creces, por sí solas, el precio que hemos pagado por el periódico. Porque, al final, tras los informes de la autopsia económica y la constatación reiterada de la desgracia global, lo que nos queda es la columna de Vicent, como una esperanza incontestable.
Deben ser las suyas columnas corintias, digo yo, por las ideas emboscadas tras las hojas de acanto, por el fino torneado de las metáforas; que son columnas griegas es seguro, por el sabor a mar que las inunda, por el blanco de cal y la sombra amable de la parra que crece entre líneas. Son columnas memorables siempre, que justifican con creces, por sí solas, el precio que hemos pagado por el periódico. Porque, al final, tras los informes de la autopsia económica y la constatación reiterada de la desgracia global, lo que nos queda es la columna de Vicent, como una esperanza incontestable.
El escritor convocó el jueves a un público atento y fascinado en el Aulario La Bomba. Allí apareció, la canosa perilla abierta en abanico sobre el mentón, la mirada verde agua, como el mar que lame el borde de la Malvarrosa y la calva curtida en los calores de la huerta. La conversación discurrió tranquila, desgranada por la escritora Nieves Vázquez, que conoce la discreción y practica el arte olvidado de dejar hablar al otro. Vázquez sugiere la imagen y se retira discreta, se vuelve ella misma público, se queda arrobada en las respuestas, y se la ve disfrutar con cada anécdota, como los que asistimos desde la comodidad de los sillones del Aula Bolívar.
Vicent habló de los últimos ajusticiados con el garrote vil, de El verdugo de Berlanga y José Isbert, del viaje en la literatura, de su admiración por Camus o del día en que se encontró de bruces con el periodismo. Una hora de amenidad y de ironía inteligente que a todos se nos fue en un vuelo. Habló también de su último libro, Aguirre el magnífico, que ha levantado algunas ampollas en la Casa de Alba. No es propiamente una biografía, sino una caricatura al estilo valleinclanesco, escrita con un poco de tinta y un poco de vinagre, pero dejando entrever cierta admiración por alguien que supo desplegar una gran inteligencia, como sacerdote, como editor y como promotor de la cultura durante la última etapa del franquismo y a lo largo de la transición democrática.
Aguirre fue un personaje sorprendente y sorpresivo. Sobre él circularon gran número de chismes y algunas risitas cómplices, veladas tras un tú-ya-me-entiendes que realmente nadie entendía del todo. Un día de marzo, Jesús Aguirre Ortiz de Zárate se casó con Cayetana Fitz-James Stuart y se convirtió en el duque consorte de Alba. Nadie conoce las razones por las que Jesús Aguirre cambió la teología alemana y los ensayos filosóficos de Walter Benjamin por la feria de Sevilla, las jacas enjaezadas o el vermut puntual de las doce en los blandos sillones del palacio de Liria. Manuel Vicent intuye los motivos, los ensarta con gracia en la sencilla agudeza de un palillo y los deja luego flotando a su aire, como aceitunas a la deriva, en la transparencia ambarina del vermut.
Aguirre fue un personaje sorprendente y sorpresivo. Sobre él circularon gran número de chismes y algunas risitas cómplices, veladas tras un tú-ya-me-entiendes que realmente nadie entendía del todo. Un día de marzo, Jesús Aguirre Ortiz de Zárate se casó con Cayetana Fitz-James Stuart y se convirtió en el duque consorte de Alba. Nadie conoce las razones por las que Jesús Aguirre cambió la teología alemana y los ensayos filosóficos de Walter Benjamin por la feria de Sevilla, las jacas enjaezadas o el vermut puntual de las doce en los blandos sillones del palacio de Liria. Manuel Vicent intuye los motivos, los ensarta con gracia en la sencilla agudeza de un palillo y los deja luego flotando a su aire, como aceitunas a la deriva, en la transparencia ambarina del vermut.
Una entrada tan deliciosa, Juan, como tus desayunos de los sábados. Acertados comentarios sobre un magnífico escritor de importante mirada crítica y agudísimos comentarios, apreciados, por cierto, en tiempos de sequía intelectual. Un abrazo y gracias por tus sugerencias que siempre son bien recibidas.
ResponderEliminarEn verdad, como dice Mercedes, deliciosa y sugerente.
ResponderEliminarUn saludo, amigo Juan.
Muchas gracias, Mercedes, José Manuel.
ResponderEliminarLo que es delicioso es tener amigos como vosotros.
Un abrazo