¿Quién era Kircher?


ATHANASIUS KIRCHER fue un sabio jesuita alemán que representó el espíritu científico del siglo XVII. Nació en Geisa (Alemania) en 1602. Profesor de filosofía, matemáticas y lenguas orientales, se interesó por los más diversos temas del saber de su tiempo.

Fue el inventor de la linterna mágica, cartografió la Luna, las manchas solares y las corrientes marinas, ofreció hipótesis para interpretar la estructura interna de nuestro planeta, investigó el Vesubio descolgándose por su cráter, trató de descifrar los jeroglíficos egipcios, realizó experimentos de física y fisiología animal, observó la sangre al microscopio e inventó un sinnúmero de artilugios mecánicos.

Junto con Plinio, constituye el paradigma de la curiosidad científica y del gusto por el conocimiento, en cualquiera de sus formas.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Premio Enrique Ferrán: "El ruiseñor y el mandarín"



Me alegra poder compartir con los lectores del blog de KIRCHER este artículo, que es una evocación personal sobre el arte y su significado.  El texto obtuvo recientemente el Premio Enrique Ferrán de periodismo, que convoca anualmente la revista El Ciervo. Mi agradecimiento desde aquí a esta revista cultural catalana y a la proverbial generosidad con que nos recibieron allí hace unos días con motivo de la entrega del premio Ferrán.

El artículo puede leerse igualmente en la web de El Ciervo




EL RUISEÑOR Y EL MANDARÍN O LOS TRES DONES DEL ARTE

Juan V. Fernández de la Gala

Recuerdo que me lo regalaron poco antes de que aprendiera a leer. Era un libro con tapas de tela verde, como de mochila de aventurero. Dentro, en la página siete, el bosque incomprensible de las letras se abría y dejaba espacio para un dibujo a plumilla que sí podía entender a mi edad: un pájaro cantaba en lo alto de un pequeño sauce y su silueta se recortaba contra la luna. Frente a él, un hombre de larga trenza (el mandarín, como supe después) lo escuchaba con una atención reverente y asombrada. En el lomo del libro, con letras doradas, decía: “Cuentos de Andersen”.

Todavía lo conservo. Al sentarme a escribir estas líneas, compruebo que se trata de una edición mexicana de la editorial Cumbre y que los dibujos a plumilla que la ilustran salieron de la mano diligente de Marta Ribas. Ahora, perdida ya la ingenuidad de entonces ─o gran parte de ella─, me doy cuenta de que Marta se inspiró a sabiendas en el esquematismo estético del arte chino. Logró imprimirle así a la ilustración el aire exótico de las buenas historias, la fascinación de los mundos lejanos donde todo nos resulta extraño y nuevo. El cuento se llamaba El ruiseñor y aquel sencillo dibujo había conseguido hacerme entender, a los seis años, que había otra forma de contar los cuentos, una forma feliz de lenguaje que no necesitaba de las palabras. Así era el arte.

Con el tiempo, fue un placer comprobar que la historia que contaban las letras era la misma que se explicaba en el dibujo y que el arte y la literatura eran, al fin, dos modos fascinantes de contar el mundo de las cosas inefables. Por un lado las palabras, sujetas sólo al orden lineal de la sintaxis y libres en lo demás para nombrar lo que existe, o para crear lo que no existe pero pensamos que debería existir. Y por otro el cromatismo, la luz, la intención libre que hay detrás de cada trazo. Dos oficios extraños que se construyen con la materia mentirosa de las ficciones y que, paradójicamente, nos desvelan una verdad más profunda que quizá no podría ser formulada de otro modo. Sin saberlo, Marta Ribas me había abierto un camino de sorpresas que conduciría luego, por esos mismos terrenos del asombro, a las tinieblas dramáticas de Caravaggio, al azul desalentado de Van Gogh, a los rojos violentos del fauvismo, al aire transparente de Velázquez o a las pieles exóticas, tostadas por el mar, de las islas de Gauguin.

Entender que detrás de esa belleza había un mensaje fue mi primera revelación del arte. La segunda tuvo lugar muchos años después, ya en la Facultad de Medicina. En un seminario práctico de psiquiatría, el profesor sacó del bolsillo de su bata unas viejas cartulinas que llevaba precariamente atadas con una goma elástica. Una vez liberadas, las repartió boca abajo como quien da una mano de cartas y nosotros las recogimos con reservas fingidas de jugador de póquer, sin saber todavía de qué iría el juego. “Cuéntenme qué ven ustedes ahí”, nos dijo. Cada cartulina mostraba una extraña mancha de tinta. Eran perfectamente simétricas, la mayoría de color negro, algunas bícromas, en rojo y negro, y el resto en colores muy vivos. “Yo veo un murciélago”, dijo uno enseñando un dibujo que a mí me pareció una mariposa nocturna. “El mío es un caballito de mar”, “dos camareros con esmoquin”, “un muslo de pollo”, “dos ciervos”, “un pulpo y dos cangrejos”... “Esas interpretaciones ─sentenció el profesor─ son las que daría cualquier sujeto normal, psicológicamente sano”. Sonreímos aliviados al oírlo. “Aunque podría decir también ─añadió─ que están ustedes más cerca de la mediocridad que de la genialidad, porque sólo los genios ven aquí cosas realmente originales”. Aquel diagnóstico, todavía no sé si tranquilizador o preocupante, fue nuestro primer contacto con el famoso test de Rorschach, una colección de diez manchas de tinta, deliberadamente ambiguas, que el psiquiatra suizo aplicó como test de personalidad. Es un modo muy ingeniososo de sacar a la luz esas claves inconscientes que ponemos en juego al interpretarlas. Desde entonces, no logro eludir la sensación de que cada obra de arte tiene algo de espejo y de que parte de su impacto se debe a los elementos inconscientes que reflejamos en ella. De hecho, reconozco una buena pintura cuando me resulta difícil decidir a qué lado del marco vivo yo. Después de Rorschach, mirar un cuadro no es sólo un placer estético, sino también un ejercicio intelectual para entendernos a nosotros mismos, una intrusión por los senderos del alma, por los caminos cenagosos de los sueños. Así es el arte: estética, mensaje e introspección unidos en una sola experiencia.

Algunos lo ven también como un modo refinado de evasión. Y es verdad que podemos escaparnos por la estrecha ventana de un cuadro de Piero della Francesca o huir por el exiguo espacio que delimitan los márgenes de cualquier página de Borges para librarnos, por un momento, de la asfixia de un mundo anodino y mediocre. Pero también es cierto que la experiencia nos permite volver, al menos, reconfortados por la belleza y, con suerte, un poco más capaces de entender el mundo, de redescubrirlo bajo insospechadas luces, de entender que aquellas sombras no son sólo oscuridades, sino el modo que tiene la luz de abrirse paso y perfilar el verdadero relieve de las cosas. Como el arte, el mundo es también un mapa de deslumbramientos y de sombras que se necesitan mutuamente para existir.

Mis hijos saben que el ruiseñor eriza las plumas de la garganta en sus gorgeos y levanta inquieto la cola, exactamente tal como lo había dibujado Marta Ribas en aquel cuento. Lo hemos visto juntos muchas veces, en la penumbra de las saucedas. Su silbido, fuerte y melodioso, se impone fácilmente sobre el rumor de las aguas. Cada vez que eso ocurre nos quedamos muy quietos de repente, mirando hacia las oscuridades de las frondas y lo escuchamos con la misma atención reverenciosa que aquel mandarín del cuento.

Con la periodista Soledad Gomis Bofill en el acto de entrega del Premio Enrique Ferrán. Auditorio de la Facultad de Ciencias de la Comunicación. Universidad Ramón Llull.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Se regalan abrazos. Razón: aquí.








Ésta es la web oficial del movimiento FREE HUGS: http://www.freehugscampaign.org/

(Agradezco mucho a Eloísa y a José Ignacio Fernández el vídeo y sus abrazos, que me han llegado y reconfortado, incluso desde la distancia física que nos separa, sin perder ni un ápice del cariño que sé que ambos han puesto en ellos. Correspondo, como no podía ser menos, con otro abrazo igualmente entrañable).

jueves, 17 de noviembre de 2011

"El Ciervo" cumple 60 años


La revista cultural El Ciervo nació en Barcelona en 1951, hace ahora 60 años. Para los aficionados a los récords, se dice de ella que es la revista cultural española que se ha mantenido más tiempo como publicación ininterrumpida. Desde sus inicios se distinguió ya del resto por su inspiración cristiana, por su pensamiento de vanguardia, por la libertad de expresión de la que gozan sus colaboradores y por un acercamiento al mundo y a la realidad social desenfadado y libre de temores o de condenas.

60 años después El Ciervo mantiene ese mismo rumbo, que nos recuerda al Concilio Vaticano II y a la revolución en los modos que supuso esa bocanada de aire fresco para la Iglesia. Desde entonces, asustados por el rumor de la calle, algunas calvas apostólicas se han apresurado a cerrar de nuevo las ventanas que abrió tan campechanamente Juan XXIII, a echar las cortinas y a hacer una teología institucional de puertas cerradas y aire enrarecido, como la de la Iglesia primitiva antes de Pentecostés.

En estos tiempos oscuros, a muchos cristianos El Ciervo nos mantuvo viva la esperanza de que otro modo de concebir la Iglesia era posible. Fue en El Ciervo donde escuché decir a Díez-Alegría que "Dios no es serio, sino divinamente humorista" y que nosotros necesitamos urgentemente en nuestra vida de ese humorismo divino. También fue en El Ciervo donde Rosario Bofill logró hacer el compendio más lúcido que nunca he visto del mensaje cristiano: "el Evangelio es una actitud, la doctrina vino luego". Estas nueve palabras constituyen el catecismo más breve que conozco, y superan en profundidad y en perspectiva histórica a cualquiera de las sesudas ediciones que se hayan hecho.

Hace casi un mes, en la mañana del 19 de octubre, Rosario Bofill (Roser Bofill i Portabella) murió en su casa de Barcelona, rodeada de sus hijas, tras unos meses de enfermedad. Roser dedicó toda su vida profesional al periodismo. En 1956 empezó en El Ciervo, donde fue redactora jefe hasta 1990. Ese año pasó a compartir la dirección con su marido, el periodista Lorenzo Gomis. Tras la muerte de éste, en 2006, fue la directora única. Desde 1974 dirigió también la revista Foc Nou y formó parte del consejo de redacción de Dialogal.

Hace unos años publiqué en El Ciervo un artículo, no exento de cierta polémica. Se titulaba "Diez deseos para un cambio" y era un manifiesto personal sobre el rumbo que, en mi opinión, debía asumir la Iglesia en el futuro. La revista lo acogió con la libertad incondicional que brinda a sus colaboradores, incluso cuando lo que escriben puede molestar a algunos bien pensantes. Del mismo modo, se habilitó un espacio para que mis palabras pudieran ser oportunamente contestadas, de acuerdo con las normas elementales del diálogo civilizado.

Por todas estas razones, considero un honor que la revista haya decidido concederme el Premio Enrique Ferran de artículos periodísticos de este año por el texto de "El ruiseñor y el mandarín o los tres dones del arte", que aparecerá en el próximo número. Me llaman muy amablemente para felicitarme. Y soy yo el que tiene que felicitarles a ellos por tantos años de esperanza en que las cosas pueden mejorar, por tantos números llenos del humorismo divino del que hablaba Díez-Alegría y llenos, sobre todo, de la actitud evangélica, honesta y libre, que nos proponía Roser.

Para visitar la web de El Ciervo, éste es el enlace.
Invito desde aquí a los lectores del blog de Kircher que estén por Barcelona el día 24 (pulsar sobre la tarjeta de invitación para ampliarla):


jueves, 10 de noviembre de 2011

Eduardo Galeano

Una entrevista con dos magníficas perlas:
¿Para qué sirve la utopía? (una parábola de Fernando Birri) y "El derecho al delirio" (texto de Eduardo Galeano).



(Nos envía la referencia Mercedes García Pazos. ¡Gracias, Mercedes!).-

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Vargas Llosa y Eduardo de Ory

Ilustración: Fernando Vicente, EL PAÍS

A comienzos de septiembre, el Instituto Cervantes publicó en su sede virtual este texto. Lo titulé "Vargas Llosa y la ética feliz de las mentiras", en alusión al magnífico ensayo sobre la novelística del siglo XX, "La verdad de las mentiras", que el nobel publicó en 1990 y amplió luego en 2002 con nuevos capítulos.

El diario El Heraldo de Aragón publicó también en su suplemento cultural Artes&Letras una versión ampliada de ese mismo texto.

Recientemente, la Real Academia Hispanoamericana ha tenido a bien distinguir este artículo con el premio Eduardo de Ory de periodismo 2011. 

Me ha sorprendido y alegrado mucho recibir esta misma mañana un amable correo del propio Vargas Llosa. Lo copio aquí, junto con mi respuesta. Creo que, para poder leerlo, tendrán que pulsar sobre la imagen:

¿Qué más se puede pedir? Transcribo aquí el artículo, tal como apareció en la revista electrónica Rinconete del Instituto Cervantes.

La caricatura que acompaña a estas líneas es del ilustrador madrileño Fernando Vicente, buen amigo de este blog y colaborador habitual del diario El País. No os perdáis su web ni su blog, donde aparecen sus trabajos más recientes. Sus datos biográficos pueden consultarse en este número de la revista Panacea.

Al final del texto encontrarán otro retrato del nobel, salido esta vez de la mano entusiasta del profesor Francisco Herrera, que, además de apasionado lector y experto en las relaciones entre Medicina y Literatura, es, como puede verse, un inspirado caricaturista. 

Vargas Llosa y la ética feliz de las mentiras

Por Juan V. Fernández de la Gala

Cuando era niño, a Mario Vargas Llosa le gustaba corregir las historias de aventuras que leía e inventarles finales prodigiosos, diferentes, más a su gusto. Intentaba hacer con la ficción lo que la realidad casi nunca nos permite. Lo malo fue que aquella taumaturgia literaria que usaba el niño Varguitas para enmendar de su puño y letra el destino contrariado de los personajes que admiraba, le torció también a él la vocación para los restos. Ni la obstinación de su padre, ni las estrictas reglas del Colegio Militar Leoncio Prado, lograron salvarlo de su destino de escritor.

Poco después, con sólo catorce años, tecleaba ya sus propios textos periodísticos en el diario La Crónica de Lima. Y así ha seguido desde entonces. Comprendió muy pronto que el periodismo sería la sombra inseparable de su actividad literaria, porque era el mejor modo de sentir los adoquines de la calle bajo la suela de sus zapatos, de participar, a su manera, en el parlamento popular de las esquinas, de hacer la crónica fiel del tiempo cruzando sobre los hechos cotidianos, sobre el rumor cívico de los semáforos y las cafeterías.

Por fortuna, es larga la lista de los escritores que han sabido combinar, con singular destreza, la creatividad narrativa y el periodismo de opinión. El trabajo de Antonio Machado en La Vanguardia, el de Álvaro Cunqueiro en El Faro de Vigo o el de Miguel Delibes en El Norte de Castilla, son sólo tres ejemplos, desordenados pero felices, de una fascinación que no es casual. También hoy, Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez acostumbran a imprimir en papel de periódico la letra de sus pensamientos. A pesar de sus conocidas diferencias ideológicas y de sus supuestas desavenencias privadas, ambos escritores han coincidido siempre en muchas cosas. El brillo de su genio es sólo una. También lo es su defensa encandilada del periodismo como instrumento literario. Basta con degustar el verbo atrevido y transparente de sus artículos para comprobar hasta qué punto puede vestirse el lenguaje periodístico de una belleza precisa, diáfana y urgente.

Piedra de toque es el título de la columna de Vargas Llosa en el diario El País, que viene apareciendo también, desde 1992, en toda una red de publicaciones afiliadas. Y creo que no es casual que haya elegido este nombre extraño y de sonoridades arcaicas. La piedra de toque es el procedimiento que los orfebres han venido utilizando desde los tiempos remotos de Teofrasto, allá por el siglo IV antes de Cristo, para comprobar la calidad de los metales. El oro de ley, frotado sobre la piedra de toque, deja una marca que, al ojo experto del joyero o del tasador, resultará distinguible fácilmente de aleaciones fraudulentas o falsificaciones groseras.

En el mercado de las ideas que circulan por nuestro mundo, se agradecen también las piedras de toque. Nos ayudan a interpretar mejor los signos de los tiempos, la gravedad o la futilidad pasajera de nuestras perplejidades diarias; nos enseñan a distinguir el humo del fuego y el gesto de la intención. Sólo si adquirimos el hábito diligente de frotar los hechos contra la piedra de toque de la reflexión, nos mantendremos alerta frente al oropel barato de los lugares comunes o a los engañosos destellos de la demagogia.

Vargas Llosa, siempre fiel al principio unamuniano de la propia contradicción, ha sabido evolucionar ideológicamente desde el marxismo más ingenuo de su primera juventud hasta esa serenidad centradamente escéptica que alumbra hoy en su prosa. Y en el transcurso de este viaje no ha cesado de indagar, de asombrarse, de conocer, de escudriñar y de decepcionarse. De todo ello ha dejado cumplida constancia notarial en su trabajo periodístico, ya sea en forma de notas de viaje, recensiones bibliográficas, reseñas de lecturas, crónicas de actualidad o impresiones del mundo trazadas a vuelapluma o escritas con la sensatez cartesiana de la ponderación. Seix Barral y El País-Aguilar han logrado rescatar para siempre estos textos y salvarlos de la caducidad amarillenta de los quioscos. Gracias a su esfuerzo editorial, este periplo aleccionador de reflexiones y escollos que es la biografía intelectual de Mario Vargas Llosa, se ha podido recopilar en varios títulos. Contra viento y marea, Desafíos a la libertad, El lenguaje de la pasión, Diario de Irak, Israel-Palestina: paz o guerra santa y Sables y utopías, son ejemplos de un esfuerzo reflexivo por entender la realidad del mundo justo en la transición del milenio, reflexiones provechosas siempre, siempre iluminadoras, incluso para quienes no compartimos algunos de sus presupuestos ideológicos o su desencanto con las viejas utopías.

Hoy, pasada ya «la catástrofe del Nobel» —como solía decir Cajal—, Vargas Llosa conserva aún su pulcra prestancia de diplomático y esa misma sonrisa de medio lado que lucían, seductores, los viejos galanes latinos; una sonrisa que estalla fácilmente en sonora carcajada cuando la parte más afable de Mario se siente a gusto. Dicen algunos que el Nobel de Vargas Llosa ha sido más un reconocimiento a su constancia —a su «terquedad», como él mismo dice— que al deslumbramiento. Pero no cabe duda de que su palabra, ya sea escrita en letra impresa o pronunciada, con dulce prosodia cantarina, desde las más altas tribunas, tiene siempre el refrendo ético de su experiencia comprometida, de quien ha reprobado por igual el pragmatismo deshumanizado del capitalismo y los falsos eslóganes del populismo más simplista. Desde su Piedra de toque no ha dudado en criticar abiertamente, y sin eufemismos, el delirante mesianismo chavista, la dictadura embalsamada de Fidel Castro, el provincianismo de los nacionalistas radicales o esa plaga inextinguible que pudo haber sido la dinastía Fujimori en el Perú. Una voz comprometida con sus propias convicciones, que no sigue el viento cambiante de las modas y que alerta del peligro que los poderes económicos o los poderes políticos, de cualquier signo o ralea, pueden llegar a suponer para el ejercicio libre del periodismo. San Fernando, en Cádiz, fue testigo hace unos meses de la entrega a Vargas Llosa del Premio en Defensa de la Libertad de Expresión, reconocimiento que concede la Asociación Interamericana de Radiodifusión a quienes destacan precisamente en este esfuerzo. El Real Teatro de Las Cortes, un espacio que conserva aún en sus paredes aquel rumor vibrante de libertad que alentara la Constitución de 1812, fue el escenario apropiado para que el entonces vicepresidente Pérez Rubalcaba, agradeciera al nobel su curtido compromiso en este empeño.

Sin embargo, a pesar de que lleva más de cincuenta años escribiendo, hay todavía una cuestión que a Vargas Llosa le inquieta responder: cuando le preguntan si se retrata en sus ficciones del mismo modo realista y desinhibido como lo hace en sus columnas. Entonces Vargas Llosa duda, se rasca la mitad de su ceja peruana, piensa un poco, pierde un momento la mirada en el espacio que hay delante de él y luego contesta unas veces que no y otras veces que sí, y unas veces que sí y otras veces que no. Y siempre se queda con la sensación incómoda de no haber sabido responder a un viejo galimatías personal. ¿Cómo explicar que un edificio formado por el espejismo de las palabras no puede ser habitado por seres reales? ¿Cómo explicar que el orden aparente en que los hechos son narrados no es más que un artificio literario? ¿Y cómo aclarar, de una vez por todas, que la literatura es el modo más hermoso de mentir que existe, sabiendo que dentro de cada mentira de la ficción hay una verdad profunda que no podría ser formulada de otro modo?

Para Mark Twain, sin embargo, el dilema no tenía vuelta de hoja: según él, la principal diferencia que marcaría los límites entre realidad y ficción es que, al contrario que la realidad, la ficción se nos antoja absolutamente creíble. Probablemente la literatura y el arte sean los únicos territorios paradójicos en los que las mentiras alcanzan a ser las grandes maestras de la verdad. Vargas Llosa lo sabe y ha demostrado conocer muy bien los secretos atajos que las unen.

(Tomado de Cervantes Virtual. Revista literaria Rinconete, 6 de septiembre de 2011)


(Fuente de la imagen: Un grabado del Dr. Francisco Herrera Rodríguez en la obra: RAMOS ORTEGA, M.J. (2011): Discurso y celebración literaria: Cervantes hispanoamericanos. Cádiz, Real Academia Hispanoamericana. p. 8).