Ad inferos (2004). Óleo sobre tabla, 150 x 80 cm
Juan V. Fernández de la Gala
Dice Joan Corominas que la palabra infierno viene del latíninferus, que significa inferior o subterráneo. Y así debe ser, porque cuando los predicadores de antaño intentaban advertir de los terribles castigos que esperaban en el infierno a los malvados, señalaban repetidamente hacia abajo, con el índice bien tieso y el rostro muy serio.
El infierno que describe Dante muestra la topografía desoladora de una torre invertida, de un embudo que se pierde en la profundidad de la tierra. Y la Divina commedia es, en sus inicios, la crónica de un descensus ad inferos, un viaje alucinado y alucinante que se inicia en los nueve círculos que componen el Infierno, continúa luego por los espacios intemporales del Purgatorio y termina en el ámbito luminoso y feliz del Paraíso.
Se ha dicho que en los tercetos de Dante hay hasta cuatro lecturas superpuestas. Jorge Luis Borges, que sentía una fascinación particular por el poeta florentino, era capaz de desvelar algunas más. Sin embargo, los lectores más pedestres nos conformamos solo con seguir, con el corazón en un puño, la peripecia de Dante en busca de Beatriz, llevado de la mano de Virgilio. Nos perdemos, claro, las referencias, expresas o veladas, al mosaico que era la sociedad italiana en los albores del Renacimiento, las dosis de moral escolástica vertidas entre líneas, la crónica en etapas de un itinerario ascético y de un descubrimiento personal o las alegorías de la fe (personificada en Beatriz) y la razón (representada por Virgilio), virtudes que, de puro luminosas, pueden llegar a ser cegadoras. Algo parecido sucede con los cuadros de Dino Valls, auténticos palimpsestos simbólicos en los que cualquier glosa siempre parecerá incompleta y puede que hasta frívola.
Aquí nos muestra Valls su personal visión del canto XIX del Infierno. El anciano, alma triste atrapada boca abajo en los entrepaños del muro, es nada menos que el papa Nicolás III. Dante no dudó en colocarlo entre los moradores del infierno. Su pecado: simonía, es decir, otorgar bienes espirituales a cambio de dinero. El castigo: yacer cabeza abajo en un cubículo estrecho hasta que alguno de sus sucesores viniera a reemplazarlo. Los aficionados a mirar los cuadros con ojo clínico no deben perderse el pene hipospádico y el hallux valgus del pontífice. Por lo demás, la simbología del número tres impregna el cuadro (un muro con tres círculos y tres entrepaños), como impregna también la propia Commedia, una obra dividida tres etapas, cada una con treinta cantos escritos en tercetos.
A su lado, el ambiguo personaje enlutado y lloroso, a mí se me antoja que es Dante (y es Eneas y es Ulises y quizá también nosotros mismos). Anda en busca de su Beatriz, perdida y muerta, que es también como decir en busca de Creúsa o de Penélope. Ante sus pies se abre la puerta abismal que da paso al cuarto recinto, en el círculo octavo del infierno. Las ligaduras del temor lo paralizan. Será preciso armarse de valor para romperlas. No tengan miedo y salten, porque lo que el joven Dante no sabe (y yo diré en voz baja para no desvelar lo indesvelable) es que al final de su camino le aguarda una Beatriz luminosa y rediviva, que quizá no sea otra que Dante mismo o lo mejor que hay en Dante. La exploración del inconsciente exige también, como en el viaje de Dante y como en el de Ulises, adentrarse en las propias oscuridades, recorrer los infiernos personales, afrontar con dicha y sin culpa los propios paraísos o soportar este anodino discurrir de purgatorio que es la vida para, al final, llegar a la misma Ítaca de la que partimos. Solo que conociéndola y apreciándola mejor, como sugería Kavafis.
Hades, Averno, Gehena o Tártaro son los nombres que ha recibido el infierno en las distintas culturas y en las diversas tradiciones religiosas. En definitiva, un lugar de oscuridad, de eterna muerte, de fuego para algunos y de hielo para otros, poblado de demonios o habitado solo por el más oscuro olvido. Al cardenal Wojtyła, siendo papa, se le ocurrió un día decir que ese infierno era solo una metáfora y no un lugar concreto. La sugerencia, nacida del sentido común más elemental, no gustó, sin embargo, a algunos apólogos de la condena, que pretendían que llamas y tridentes tenían que ser, por fuerza, tan reales como la maldad de quienes los merecen.
Tengo fe en un Dios bondadoso y cercano y por eso opino, como Küng, que ese infierno no existe, aunque sí el infierno de insolidaria frialdad que, entre todos, construimos en el mundo. Pero, si existiera, qué buen lugar para que fueran allí esos promotores del averno, esos pirómanos de la intolerancia, que tan minuciosamente han querido diseñarlo a su propia imagen y semejanza.
Tengo fe en un Dios bondadoso y cercano y por eso opino, como Küng, que ese infierno no existe, aunque sí el infierno de insolidaria frialdad que, entre todos, construimos en el mundo. Pero, si existiera, qué buen lugar para que fueran allí esos promotores del averno, esos pirómanos de la intolerancia, que tan minuciosamente han querido diseñarlo a su propia imagen y semejanza.
(Publicado en Panace@, diciembre 2010)
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