¿Quién dijo que la lectura no es interactiva?
Se puede cerrar el libro en el momento en que a uno le plazca, dejando al autor con la palabra en la boca. Se pueden pasar las páginas de un capítulo aburrido o saltarse una descripción desesperantemente prolija. Se puede dosificar la poesía o el ensayo en tomas cómodas y repetir la dosis o abandonarla placer. Se pueden hacer trampas y leer a hurtadillas el final de la novela. Se puede retroceder una y otra vez a un pasaje magnífico que logró divertirnos, emocionarnos o hacernos pensar.
Se puede parar la lectura para respirar el aire de la mañana, dar un sorbo al café o mirar por la ventana. Después podemos retomar de nuevo la historia o parar otra vez para recordar una situación similar a la que allí se describe, vivida o leída en otro libro o quién sabe si en otra vida.
Si además el libro es tuyo, hasta se pueden hacer anotaciones al margen, colocar una interrogación donde el razonamiento se hace incongruente o confuso o un signo de admiración allí donde uno encontró una reflexión reveladora y luminosa, que nos perecerá de repente capaz de transformar el mundo o la idea que tenemos de él y que, unos minutos después olvidaremos sin remedio tras otro sorbo de café.
Y se puede, al fin, mandar el libro al estante, para que espere allí mejor ocasión o mejor ánimo.
¿Quién dijo que la lectura no es interactiva?
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