Diario de Cádiz publicó ayer martes esta reflexión sobre los miedos y el modo en que nos modelan y nos hacen crecer o nos destruyen.
Escribí el artículo atendiendo a la amable petición de mi amigo Gonzalo Díaz Arbolí, miembro de la Academia de Bellas Artes de Santa Cecilia y coordinador de una columna periodística llamada "Los martes de la Academia", que ha tenido la amabilidad de acoger mi escrito.
Aquí está:
Todos nuestros miedos
Juan V. Fernández de la Gala
DICEN los neurólogos que la amígdala, en la profundidad del lóbulo temporal del cerebro, es el lugar recóndito donde habitan todos nuestros miedos. Desde allí corren a alimentar las pesadillas, viajan en círculos viciosos que los convierten en fobias terribles o nos dejan en el pecho ese lastre de ciénaga que hoy llamamos ansiedad. La crisis financiera ha disparado la venta de ansiolíticos, pero de poco sirven, porque, pasado el nirvana farmacológico, los miedos siguen ahí en la neblina del despertar, como el dinosaurio de Monterroso.
Y es que nuestra propia estructura social fue una estrategia dictada por el miedo: un ambiente hostil nos exigía luchar en grupo y cazar en grupo, como requisito de supervivencia. Así aprendimos a volver solidarias las propias angustias, a convertirlas en miedos colectivos. Fue ese miedo el que encendió las hogueras para ahuyentar las tinieblas de la noche, pobladas de fieras y de incertidumbre. Apoyados sobre el yunque de ese temor, pulimos la piedra o creímos ver brillar el antídoto definitivo contra el miedo en el filo metálico de las herramientas. Fue también ese mismo miedo el que levantó, piedra a piedra, las murallas de las ciudades medievales y el que prendió la pólvora en un sinfín de batallas y refriegas de cuyos motivos no guardamos ya memoria alguna. Hasta el propio Internet nació de una aprensión: el miedo declarado del presidente Nixon y su Departamento de Defensa a una estructura centralizada de comunicaciones, que les pareció demasiado vulnerable frente a las ventajas evidentes de un sistema en red.
Como especie, somos hijos del miedo y todavía es mucho lo que el miedo tiene que enseñarnos. Por ejemplo, que cuando los temores son compartidos o expresados aminoran su angustia, o que todos participamos de los mismos miedos, tanto los que suben a las pateras al sur del Estrecho como quienes los miramos desconfiadamente desde la otra orilla. Es el mismo miedo el que esconde el cuchillo y el que se escapa por la boca de la víctima. Y, probablemente, cada amenaza proferida y cada grito hiriente no sea más que el fragor dramático que producen dos miedos acorralados cuando se encuentran por sorpresa. Es también el miedo el que se agazapa en los ojos del dictador cuando mira a las multitudes reunidas en la plaza y es precisamente el miedo a un futuro sin esperanza el que las reunió allí. Los conflictos crónicos han movilizado muchos más litros de miedo que de sangre. Por lo que todo esfuerzo de reconciliación debe entender que las complicidades del miedo son más difíciles de eliminar que el rastro que el terror dejó como un hilo de sangre sobre los adoquines de la calle.
Creo también que madurar como personas no es otra cosa que aprender a domesticar nuestros propios miedos, convirtiendo cada amenaza en una oportunidad y cada experiencia en una lección. Por eso me pregunto qué lección podríamos sacar de toda esta grey prolífica de profesionales del miedo, raza astuta que construye hoy su fortuna personal con los restos del naufragio colectivo. Profetas de la catástrofe, usureros y prestamistas, líderes carismáticos que salvarán otra vez a la patria, a costa de sus conciudadanos. No alcanzo a imaginar qué extraña lección se oculta tras la terrible aprensión que nos inspiran hoy nuestros políticos, esos que han decidido, por su cuenta, segar de raíz nuestro futuro para inmolarlo al insaciable dios de los banqueros.
También disponible online en la website del Diario de Cádiz
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