Óleo sobre tabla
122 x 122 cm
Hermosa ejecución la de este
cuadro de Valls, con factura hiperrealista y un contenido surrealista, particularmente
complejo y rico.
Sublime, una vez más, el
magnífico estudio anatómico del dimorfismo sexual humano, que no muestra en
este caso la ambigüedad del púber, sino las morfologías ya decididamente adultas
de dos jóvenes. La sensualidad cálida que se desprende de los cuerpos está mitigada
por la fría estética de museo en la que están inmersos, donde todos los objetos
figuran minuciosamente etiquetados, clasificados y catalogados. Hasta ellos
mismos sostienen en la mano sus propias etiquetas, que los definen, los numeran
y los clasifican.
Lo vegetal y lo animal se
distribuyen en el cuadro en perfecto equilibrio de opuestos. En el espacio
central, ante la mitad derecha de la cajonera, se nos muestran especímenes
vegetales desecados y herborizados, que cuelgan en sus marcos o se extienden
por el suelo. No podía faltar la mandrágora, planta rabínica de la fecundidad y
hierba mágica donde las haya. La mitad izquierda, en cambio, es el reducto de
lo humano, del ser que conoce, nombra y domina a las demás criaturas. En ambos
márgenes se disponen, en columna, las radiografías de un lirio y de una pelvis,
láminas botánicas e ilustraciones anatómicas de época diversa, dispuestas con
buscada simetría. Para acentuar la antítesis, aquí las posiciones se invierten:
lo vegetal crece a la izquierda y lo humano a la derecha.
Muchas de esas ilustraciones son
perfectamente reconocibles y nos remiten a obras clave de la historia de la Medicina
y de la ciencia. Ahí están, por ejemplo, las precauciones para la recolección
de la mandrágora, tal como aparecen en las versiones medievales de la obra de
Dioscórides o el método de taxonomía vegetal que Carlos Linneo expuso en su Systema Naturae de 1735, basado en la
anatomía sexual de la flor.
Dino Valls ha reproducido también
en tintas carmesíes dos fragmentos de un viejo diccionario: aparece a la
izquierda definido el término “flor” (o flos,
que da título en latín al cuadro) y a la derecha el adjetivo “fugaz”. Dos
términos que se dirían hechos el uno para el otro. A la luz de esta clave, los
elementos del cuadro se reorganizan y cobran matices nuevos. Aparece, por
ejemplo, la inevitable referencia al paso del tiempo, que hace brotar la flor y
luego la marchita, que hace crecer los frutos y los madura en su sazón, que
impone el curso de las estaciones e impulsa al hombre a recorrer las etapas de
su vida en un lapso que nos puede parecer mortalmente eterno o vitalmente
fugaz, según sea el ánimo.
Visto en su conjunto, el cuadro
simula un mosaico de 36 teselas iguales, perfectamente cuadradas. En la simbología
del médico y alquimista Cornelius Agrippa, esta peculiar estructura de orden seis corresponde al cuadrado mágico
del sol, un astro que hoy nos sigue pareciendo igual de mágico, en la medida en
que permite la fotosíntesis vegetal y mueve así la rueda biomásica y
bioenergética de los ecosistemas. Hay ─se aprecia bien─ una clara división del cuadro
en dos espacios, separados por una frontera muy neta que recorre el mueble, se
prolonga en el zócalo y continúa hasta hender el propio suelo. Y fíjense en cómo
el papel transgresor corresponde en este caso a la mujer, que no sólo se atreve
a tantear este límite con la punta de sus pies, sino que su rostro y su pecho
invaden claramente el territorio ajeno. Es difícil no ver aquí una alusión al
Génesis bíblico, sus árboles de la ciencia y sus manzanas del pecado original o
quizá una referencia a la particular forma femenina de ser, más sensible a lo
instintivo, a lo inconsciente y a ese mundo vegetal y primigenio que le es
propio. En esta misma línea de interpretación, nótese cómo el extraño tocado
masculino oculta las orejas, que en la mujer, sin embargo, quedan expuestas al aire
del mundo y permanecen alerta a todas sus señales.
Noten también, nadando en los
detalles, las excoriaciones y rasguños en el antebrazo del joven, similares a
los que suelen presentar los jardineros. O adviertan el hecho de que ambas
figuras sostienen, ocultas a la espalda, unas tijeras de podar, como si de
verdad fuesen jardineros de aquel primitivo Edén paradisíaco. Alargada es la
hoja de una de ellas, recurvada la otra. Parecen referencias sexuales inquietantes
y quizá aludan a la castración freudiana o al papel de la ciencia que, en su
ejercicio de conocer el mundo, escinde, colecta, secciona y disecciona todo lo
que encuentra a su paso. Sólo una mirada detenida permite percatarse de que las
tijeras son armas incompletas: presentan una sola hoja y la otra mitad de la
herramienta cuelga inerme sobre las láminas del margen.
Por lo demás, los veinte cajones
numerados esconden en su interior un mundo insospechado de sombras o de
maravillas que sólo podremos descubrir si, algún día, nos atreviéramos a
abrirlos.
Juan V. Fernández de la Gala
(Publicado en Panace@, Revista de Medicina, Lenguaje y Traducción. Vol. XI, nº 32, diciembre 2010)
Impresionante el comentario que realizas sobre esta pintura, Juan. Consigues relacionar perfectamente estética con ciencia, simbología, iconografía, geometría, arte... Desmenuzas la obra al extremo de hacer atractivo algo que, aparentemente, para algunos, podría no serlo. Al menos algo parecido es lo que me ha ocurrido a mí. Enhorabuena. Un abrazo.
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