El vaporcito de El Puerto ha venido cubriendo desde 1929 la distancia por mar entre El Puerto de Santa María y Cádiz. Aunque pasaron ya los tiempos neblinosos del vapor y las calderas, el barco ha conservado su nombre de antaño. Entonces fue el Adriano I, luego el Adriano II y ahora era el amable ronroneo del motor diesel del Adriano III el que llevaba a los turistas y pasajeros nostálgicos, que se animan a disfrutar del trayecto con los ritmos de otra época.
Cuando resonaba dos veces la sirena del Adriano en la plaza de las Galeras, una corriente de prisas y ajetreo sacudía el muelle. "¡Que se va el vapó!", decían. Y había el tiempo justo de terminar de un trago apresurado el café o la cerveza y trepar a escape por la barandilla poco antes de que zarpara el vaporcito.
Cuando las necesidades de la promoción turística determinaron que hubiera que decidir un emblema característico de la ciudad, no hubo duda: el vaporcito. Y lo mismo hizo la fábrica de harinas de mi amigo Pedro Fernández Lópiz, que, dicho sea de paso, produce la mejor harina de rebozados para el pescaíto frito.
Esta mañana, sin embargo, un choque imprevisto contra unas piedras a la entrada de el puerto de Cádiz, acabó en unos minutos con la leyenda de tantos años. Las ochenta personas que viajaban a bordo tuvieron tiempo de ponerse a salvo. Pero el vaporcito se sumergió lentamente en las aguas verdosas de la bahía, diciendo adiós con sus banderitas de fiesta a los veleros. En el fondo, lejos ya del ruido de las grúas y los mercantes, lo recibieron, con los ojos muy abiertos, por la sorpresa del mundo al revés, lisas, doradas y mojarritas. Y algunos peces todavía sin nombre.
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