Se llamaba Wu-Li y vivió en la China del imperio Qing. Era poeta, calígrafo y pintor excepcional.
Al morir su mujer, se sintió profundamente desgraciado y buscó consuelo espiritual en el budismo. Por entonces conoció también a los primeros jesuitas misioneros en China, que proseguían la labor del P. Matteo Ricci, iniciada en 1582. Le llamaron la atención aquellos sabios sacerdotes que vestían al estilo mandarín y conocían las matemáticas y la astronomía y hablaban con el emperador sobre un dios extraño. Se unió a ellos cuando contaba ya 45 años. Su labor de acercamiento cultural entre el cristianismo y la cultura china fue providencial y permitió un enriquecimiento mutuo en valores y en visiones.
El jesuita Wu-Li (1632-1718) llegó a ser uno de los seis grandes maestros del imperio Qing y, conscientemente, nunca renunció a su estilo típicamente chino, aunque conociera las técnicas pictóricas europeas. Fue un verdadero hombre puente: supo acercarse a otros mundos, conservando un respeto agradecido por su propia cultura.
(En la imagen: Autorretrato y La primavera en el lago, dos obras de Wu-Li)
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